César Vidal nos relata el trágico deambular de los niños españoles acogidos en Moscú.
El artículo siguiente se puede leer (con alguna modificación mínima) en "Enigmas históricos al descubierto" de César Vidal.
Se publicó en La Vanguardia Electrónica el 14/06/98
Uno de los episodios menos conocidos y sin embargo más terribles de la historia reciente de España fue el trágico destino de muchos de los niños enviados a la Unión Soviética como refugiados durante la Guerra Civil. De su infortunio fueron cómplices silenciosos los dirigentes del PCE instalados en el exilio de Moscú, por César Vidal
La propaganda soviética utilizó a los refugiados españoles durante la Guerra Civil y después los abandonó a su suerte
En el curso 1941-42, más de la mitad de los niños padecía tuberculosis y no menos del 15% había muerto
En Samarkanda y Tiflis, las niñas prostitutas españolas llegaron a hacerse célebres entre los jerarcas del partido.
Los juguetes rotos de Stalin
Un historiador revela la trágica verdad de los niños de la guerra en la URSS.
Habían pasado ya varios meses desde el estallido de la guerra civil española cuando, temiendo las víctimas civiles que podían ocasionar los bombardeos del arma aérea de Franco, se planteó la posibilidad de evacuar a un determinado número de niños a distintos países extranjeros. Aunque los lugares de destino fueron variados --de Gran Bretaña a Bélgica pasando por Francia-- la propaganda comunista logró que en la mente de buen número de españoles la protección de los niños quedara vinculada de manera casi exclusiva a la URSS. Esta actitud sirvió de arma propagandística, pero sobre todo tuvo el resultado de correr un siniestro velo sobre uno de los episodios más trágicos de la historia reciente de España.
Los niños que llegaron a la URSS, unos cinco mil aproximadamente, fueron inicialmente objeto de un buen trato. Se les asignaron escuelas en las que conservaron maestros españoles y se les dispensó la enseñanza en su lengua natal. Sin embargo, la situación cambió radicalmente al producirse el final del conflicto, y especialmente desde el momento en que Stalin firmó su pacto de no agresión con la Alemania de Hitler. Para entonces, España había dejado de ser interesante para el dictador del Kremlin. No es extraño, por ello que, a la vez que cerraba las puertas a nuevos refugiados españoles, los niños fueran arrancados de su situación inicial para verse sumergidos en otra muy distinta. Obligados a estudiar predominantemente en ruso, debieron sumar a su actividad escolar trabajos físicos de notable envergadura. En invierno, semejante deber se tradujo en la tala de árboles previa al desayuno y en verano, en las más diversas faenas agrícolas.
Este sistema de vida tuvo terribles consecuencias para los niños. No sólo se resintió su rendimiento escolar, sino también su salud. En el curso 1941-42, una inspección médica realizada por el Comisariado de Educación puso de manifiesto que más de un 50 % de los niños padecía tuberculosis y otro 30 % se hallaba en un estado de pretuberculosis. En ese curso no menos del 15 % de los niños había muerto. Pero la desgracia no se limitaba a los niños ya escolarizados. En buena medida, el destino de los recién nacidos resultaba peor. En 1940, en Krematorsk, de los catorce niños nacidos trece murieron a las pocas semanas de desnutrición. El cuadro --repetido en lugares como Gorki, Jarkov y Rostov-- se debía fundamentalmente a la actitud de las autoridades soviéticas, especialmente cicateras a la hora de entregar leche o medicinas a los españoles.
En lugares remotos
N o resulta sorprendente que algún mando del PCE creyera conveniente hacer a los adolescentes la recomendación de enrolarse en el Ejército Rojo como la única manera de eludir el espectro del hambre. Lamentablemente, lo peor quedaba por venir.
La invasión de la URSS por Hitler dejó pronto de manifiesto las peores deficiencias del régimen soviético. Los ejércitos soviéticos sufrieron el efecto devastador de batallas de cerco en las que perecieron centenares de miles de sus hombres. Por lo que se refiere a las colonias españolas, no eran aún sospechosas y pudieron librarse de las deportaciones étnicas que el aparato represor de Beria realizó en paralelo a las derrotas militares. Aun así, su suerte distó de ser buena. Los niños fueron enviados a los lugares más remotos e inhóspitos de la URSS, que iban desde Samarkanda y Kakan, en Asia central, hasta las estribaciones de los Urales, ya en Siberia central. En Kransnoarmeinsk, dieciséis criaturas cayeron en manos de los alemanes, que los trasladaron al territorio del Reich con el fin de entregarlos a la Falange. No costó mucho trabajo convertirlos en baza propagandística.
El futuro que esperaba a los niños españoles en sus distintos destinos se reveló horrible. Enfrentados al hambre y los malos tratos, no pocos se vieron obligados a someterse o a delinquir. En Tashkent constituyeron bandas dedicadas a perpetrar hurtos. En Samarkanda y Tiflis, las niñas prostitutas españolas --de las que no pocas quedaron embarazadas-- llegaron a hacerse célebres entre los jerarcas del partido. Ni siquiera los hijos de los héroes se vieron libres de aquella negra situación. Un hijo del coronel Carrasco, que había servido en el Ejército republicano y ahora enseñaba en la escuela militar Frunze, de Moscú, fue detenido mientras robaba en una panadería en Kakan. Murió en prisión de tuberculosis.
Para muchos se fue abriendo camino la idea de que la única esperanza de supervivencia se hallaba en poder abandonar la URSS. Países como México --donde se asentaba una importante colonia de exiliados-- estaban más que dispuestos a recibir con los brazos abiertos a los niños. Sin embargo, ni la URSS ni el PCE estaban dispuestos a que se supiera la verdad del paraíso del proletariado y del trato que venía dispensando a los niños desde hacía años. La Pasionaria se convirtió, al parecer sin resistencia, en la pieza clave que impidió la salida de aquellas víctimas hacia otros países. Sus razones --reproducidas por Jesús Hernández, comunista y antiguo ministro republicano-- no podían ser más obvias: "No podemos devolverlos a sus padres convertidos en golfos y en prostitutas, ni permitir que salgan de aquí como furibundos antisoviéticos". Constituía toda una confesión de los resultados reales --ocultados por la propaganda-- de vivir en la URSS.
Convertidos en delincuentes
Puestos a delinquir, los niños españoles difícilmente hubieran podido hacerlo en un medio más difícil. Desde su establecimiento, el sistema soviético se había mostrado especialmente riguroso con los niños. En 1926, el Código Penal soviético ya había incluido condenas de campo de concentración y de prisión para los niños que hubieran cumplido doce años. Los resultados de aquella norma fueron fulminantes. Al año siguiente de su promulgación, el 48 % de la población del "gulag" tenía entre 16 y 24 años. Pese a todo, no pareció suficiente a los administradores del inmenso sistema. El 7 de abril de 1935 se decretó la pena de muerte también aplicable a los niños que hubieran cumplido doce años. La ferocidad del sistema no hizo ninguna excepción con los niños españoles. El campo de Karaganda, abierto en 1936, fue tan sólo uno de aquellos terribles enclaves donde los españoles --adultos y niños-- fueron explotados como esclavos y murieron de frío, hambre y agotamiento. Los testimonios hablan de sodomizaciones de niños en los traslados hasta Karaganda y de niñas sometidas a lo que eufemísticamente se denominó tranvía, es decir, una violación colectiva a manos de otros reclusos o de guardianes. Solía ser el antecedente de una jornada de trabajos forzados de diez horas con una dieta de hambre. El régimen de trabajo no lo era todo: a él se sumaba un universo donde los niños se convertían en "malolietki" --miembros de una banda de ladrones en el campo-- o en víctimas de cualquier "maloietka". La alimentación nada tenía que envidiar a la de los campos de exterminio nazis. Frenkel, el funcionario encargado de fijar las raciones del "gulag", había sido estricto: los que realizaban menos del 30 % de la norma recibían diariamente 300 gramos de pan y una escudilla de ba
landa; los que conseguían entre el 30 % y el 80 % de la norma contaban con 400 gramos de pan y tres escudillas. Los que recibían menos no cubrían su desgaste físico, pero los que recibían mayor cantidad morían antes, porque el deterioro físico era más acelerado y el aumento de ración no compensaba.
La suma de hambre, malos tratos y represión se tradujo pronto en resultados sobrecogedores. En 1943, cuando José Hernández abandonó la URSS, cerca de un 40 % de los niños españoles había muerto. A los supervivientes aún les quedaba por recorrer un vía crucis. Contra lo esperado ingenuamente por millones de personas, el final del conflicto no se tradujo en una amnistía de los presos de la URSS ni tampoco en una reducción de la represión. Pronto los tres millones y medio de reclusos que tenía en 1945 el "gulag" (sin contar los de las colonias penales y los de las cárceles) comenzaron a recibir lo que Solzenitsin denominó nuevas riadas. Fueron trasvases de polacos y húngaros, de ucranianos y soviéticos, de muchachas que habían confraternizado con los alemanes y de niños españoles. En 1946-47, éstos contaron con su propia riada. No se les consideraba seguros y desde luego los jerarcas del PCE, siguiendo su trayectoria previa, no estaban dispuestos a arriesgar su estatus para salvarlos. Aquellos seres a los que se había arrancado la infancia insistían en abandonar el paraíso soviético y lo pagaron caro. Por regla general, se les aplicó el art. 7-35 (socialmente peligrosos) o el terrible y polifacético 58-6, acusándoseles de espionaje... ¡en favor de Estados Unidos! En 1947, con ocasión del décimo aniversario de su llegada a la URSS, los antaño niños fueron reunidos en el teatro Stanislavsky de Moscú. No llegaban a dos mil. El resto --entre el 50 % y el 60 %-- había muerto o se hallaba atrapado en las redes del sistema concentracionario.
Pero ni siquiera todos los supervivientes habían quedado convencidos de las excelencias del sistema. A pesar de que aquel año se les hizo firmar un documento en el que declaraban su voluntad de no abandonar la URSS y de que no faltarían los testimonios favorables al trato recibido (alguno galardonado incluso con el premio Pushkin 1987), los ejemplos de repulsa por aquel régimen no fueron escasos. En septiembre de 1957, 534 españoles lograron regresar a España.
La historia de los niños españoles en la URSS constituye un drama sombrío, pero posiblemente uno de sus aspectos más escalofriantes fue el de la colaboración y el silencio de los jerarcas del PCE en aquel proceso de abandono, primero, y exterminio, después. Acomodados en condiciones privilegiadas que no deseaban perder, las excepciones a aquella norma de vergonzante silencio fueron tan escasas que pueden mencionarse casi al completo. En primer lugar estuvo Valentín González "el Campesino", que no pudo soportar el choque con la realidad que significó su conocimiento directo de la URSS. Horrorizado por el trato que recibían los españoles, no dudó en manifestar sus opiniones. Lo pagó siendo condenado al "gulag". Sus captores pensaban en deshacerse de él pero logró evadirse. Para los reclusos soviéticos que lo conocieron se convirtió en un auténtico mito de valentía. Solzenitsin llegó a conocer a una tal Zhora, que, en el campo de concentración, iba escribiendo una novela (nunca llegó a publicarse) sobre el Campesino. A su regreso a Occidente, el PCE hizo todo lo posible por silenciarlo.
El caso de Jesús Hernández fue aún más escandaloso. Horrorizado por lo que denominó el país de la gran mentira, en 1943 lo abandonó --perdiendo a su madre y a su hermana en él-- y se atrevió a contar la realidad. Por lo que se refiere al secretario general del PCE, José Díaz, ya había sido enviado a la URSS antes de acabar la Guerra Civil. Progresivamente arrinconado por los soviéticos y por la Pasionaria, fue cayendo en una postración progresiva al comprobar que nadie atendía a sus quejas relacionadas con la situación de los españoles en la URSS. El 19 de marzo de 1942 cayó del cuarto piso en el que vivía, y murió en el acto. Se habló de suicidio --lo que encaja con su depresión ante la suerte de los compatriotas--, pero también de asesinato, por deseo de librarse de tan molesto testigo.
Demasiado para el PCE
Hernández y el Campesino fueron acusados de embusteros, de agentes del imperialismo, de traidores. De hecho, incluso los que continuaban su lucha contra el gobierno español de la época y podían jactarse de un impecable pasado antifascista levantaron su voz. En abril de 1948, José Ester (deportado de Mauthausen, número 64553) y José Doménech (deportado de Neuengamme número 40202) convocaron una conferencia de prensa en París en nombre de la Federación Española de Deportados e Internados Políticos. Su finalidad era denunciar la presencia de 59 presos políticos españoles en el campo 99 de Karaganda, en Kazajstán. Su denuncia venía justificada porque "habían conocido la dominación inquisitorial de la Gestapo y de las SS" y para ellos tenían un sentido "las palabras libertad y derecho de gentes".La realidad resultaba terrible para el PCE como para que éste aceptara desvelarla o, ya conocida, asumirla. Las condiciones en la URSS eran tan duras que no fueron pocos los que solicitaron abandonar el país con la intención incluso de regresar a una España gobernada por Franco. Por regla general, la respuesta de las autoridades fue radicalmente negativa. De los dramas que semejante actitud provocó es un claro paradigma la historia de Florentino Meana Carrillo y su hermano. Desesperado por salir de la URSS --a la que denominó "inmenso campo de concentración y de hambre"-- Florentino se bebió un vaso de ácido sulfúrico. Su hermano decidió vengarlo. Sabedor de que la Pasionaria era la única persona autorizada por las autoridades comunistas para conceder o denegar los permisos de salida de los españoles, el joven se dirigió armado con un cuchillo al hotel Lux. Su intención era matar a la dirigente comunista. Para fortuna de la Pasionaria, aquel día estaba ausente y José Antonio Uribes, el suplente del buró político, se convirtió en su nuevo objetivo. No le costó mucho contener al muchacho a la espera de que lo redujeran. Después se lo tragarían las fauces del sistema represor soviético.
Historiador y profesor en universidades españolas y americanas, César Vidal (Madrid, 1958) es autor de obras como "La destrucción de Guernica" o "Los incubadores de la serpiente", en las que ha investigado diversos capítulos borrosos de la historia española y europea contemporánea, desde acciones bélicas de la guerra civil española hasta los orígenes ideológicos del nazismo. Conocedor del idioma ruso, Vidal se cuenta también entre los escasos historiadores españoles que han trabajado a fondo en los archivos de la antigua Unión Soviética, y de esta dedicación han surgido libros como "La ocasión perdida. Las revoluciones rusas de 1917".
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El artículo anterior en La Vanguardia digital , incluye unas fotos al final.
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